***CONTENIDO GRÁFICO*** (Se recomienda discreción).
Fotografías con fines informativos y educativos.
Antecedentes.
Ana Catalina Emmerick.
Visiones.
Nacida el 8 de septiembre de 1774, en Flamske, una comunidad agraria,
actualmente en la diócesis de Münster, en Westfaliala, Alemania, la beata Ana
Catalina Emmerick, o Ana Catalina Emmerich, fue una monja canonesa agustina, mística y escritora
alemana, quien desde pequeña decía tener visiones en las que se le aparecía
principalmente Jesucristo cediéndole su cruz.
Estigmas.
Durante su juventud, y tras varios rechazos, Ana Catalina ingresó en un
convento de agustinas, el convento de Agnetenberg de Dülmen. Allí, a la edad
de 24 años, le empezaron a aparecer heridas sangrantes, denominadas estigmas,
que se hacían visibles periódicamente en Navidad y Año Nuevo; la primera de
ellas, el 29 de diciembre de 1812.
Convento de Agnetenberg de Dülmen. |
Estudiada.
Una comisión episcopal fue la encargada de investigar su vida y examinar sus
signos milagrosos. El vicario general Orvergerg y tres médicos, uno de ellos
protestante, se encargaron de la investigación. El procedimiento duró más de
tres meses. Al parecer ellos se convencieron de su santidad y la
autenticidad de sus estigmas.
A finales de 1818, Ana Catalina reveló que Dios le concedió a través de la
oración el alivio de sus estigmas, las heridas de sus manos y sus pies se
cerraron, pero las demás se mantuvieron, y el Viernes Santo todas se volvían
a abrir.
En 1819, Emmerick volvió a ser investigada. Fue trasladada a la fuerza a un
cuarto grande en otra casa y se mantuvo bajo vigilancia estricta durante el
día y la noche en un lapso de tres semanas, lejos de todos sus amigos
excepto su confesor.
Visiones registradas.
Sus numerosas visiones fueron descritas por Clemens Brentano, poeta y
novelista del Romanticismo alemán.
Cuando se efectuó la segunda investigación eclesiástica en 1819, indujeron al
famoso poeta Clemens Brentano y a su médico de cabecera Guillermo Wesener, a
visitar a Ana Catalina; para gran asombro de este, ella le dijo a Brentano que
le había sido señalado por inspiración divina como el hombre que escribiría
sus revelaciones y permitiría cumplir con la voluntad de Dios, es decir,
escribir para el bien de innumerables almas las revelaciones recibidas por
ella.
Clemente Brentano era un escritor romántico que tras su contacto directo con
Ana Catalina se convirtió al catolicismo. A Guillermo Wesener le contó
secretos de la vida personal de él mismo que nadie podía conocer, por lo que
quedó convencido de la altura espiritual de Ana Catalina.
Clemens Brentano. |
Desde 1819 hasta la muerte de Ana Catalina en 1824, Brentano registró sus
visiones, llenando cuarenta volúmenes con detalladas escenas y pasajes del
Nuevo Testamento y la vida de la Virgen María. Los detalles fueron recogidos
con gran viveza, ya que mantienen el interés del lector como una escena
gráfica que sigue una a la otra en rápida sucesión, como si fuese visible para
el ojo humano. Brentano tomó brevemente por escrito los puntos principales y,
como ella hablaba el dialecto de Westfalia, inmediatamente el poeta reescribía
en alemán estándar. Luego se lo leía en voz alta y ella le hacía cambios hasta
que le daba su completa aprobación.
Después de 1824, Brentano tuvo los escritos preparados para su publicación y
en 1833 publicó su primer volumen, "La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo", de acuerdo a las visiones de Ana Catalina Emmerick. Brentano
preparó entonces para su publicación "La Vida de la Bienaventurada Virgen
María" de acuerdo a las visiones de Emmerick, pero él murió en 1842. El libro
fue publicado póstumamente en 1852 en Múnich.
Muerte de Ana Catalina.
Se sabe que durante sus últimos años de vida, Ana Catalina se alimentó
solamente con la Eucaristía, antes de fallecer el 8 de febrero de 1824, en
Dülmen, a los 49 años de edad. Fue enterrada en el cementerio fuera de la
ciudad cuatro días más tarde. En 1975, después de reiniciar el proceso de
beatificación por el postulador de la causa Josef Adam, sus restos fueron
trasladados a la cripta de la cercana Iglesia de la Santa Cruz.
Beatificación.
Tras el primer proceso de beatificación en 1892, el cual se tuvo que prorrogar
varias veces, principalmente debido a diferentes interpretaciones acerca de lo
histórico y lo teológico, el proceso fue suspendido en 1928, pero se reabrió
en 1973 y cerrado definitivamente en 2004. Una curación milagrosa, ocurrida en
Alemania en 1880, fue atribuida a su intercesión. El 3 de octubre de 2004, Ana
Catalina Emmerick fue beatificada por el papa Juan Pablo II. Al igual que en
todos estos casos, la cuestión de sus visiones fue separada del proceso, y su
causa fue juzgada solamente sobre la base de su propia santidad y sus virtudes
personales.
Juan Pablo II. |
"La Pasión de Cristo" vs. las visiones de Ana Catalina.
Protagonizada por Jim Caviezel, "The Passion of the Christ" resume
correctamente las últimas 12 horas de vida de Jesús a lo largo de poco más de
2 eternas horas, que sumergen al espectador en el sadismo y crueldad de la que
es capaz el ser humano contra un inocente defensor de la verdad.
A través de un tratamiento crudo, sangriento y realista, la cinta nos sumerge
en el sufrimiento tanto físico como psicológico de Jesús. Desde su preparación
en el huerto de los olivos, aprehensión, enjuiciamiento, flagelación,
viacrucis y finalmente su crucifixión.
Sin embargo, y a pesar de su innegable brutalidad, la cinta difiere de manera
considerable con las horribles visiones que abordaron la mente de la monja Ana
Catalina Emmerick, principal inspiración para la película.
El huerto de los Olivos.
Si bien, el largometraje es bastante fiel a las visiones de Ana Catalina, el
material original nos revela que Jesús y varios de sus apóstoles arribaron al
huerto a las 9 de la noche. En dicho lugar, cuando Jesús se separó de sus
discípulos, este pudo observar a extraños y horrendos seres acechándolo en los
alrededores. A su vez, Jesús tenía visiones sobre todos los pecados cometidos
por el hombre hasta el fin del mundo y su castigo, las cuales le seguían y
eran cada vez más fuertes.
Satanás, entonces, hacía su aparición y le acusaba de impuro. Le atribuía las
faltas de sus discípulos, los escándalos que habían dado, la perturbación
causada en el mundo renunciando a los usos antiguos, le reprendió el haber
sido la causa de la degollación de los Inocentes, así como de los
padecimientos de sus padres en Egipto; el no haber salvado a Juan Bautista de
la muerte; el haber desunido familias y protegido hombres infames; el no
haber curado a muchos enfermos; el haber causado perjuicio a los habitantes de
Gergesa, permitiendo a los poseídos entrar en sus cubas, y a los demonios
precipitar sus cerdos en el mar; el haber abandonado su familia y dilapidado
los bienes de su prójimo.
Más adelante, tras encontrar a sus discípulos durmiendo, Jesús continuó su
oración, cuando se le presentaron ángeles que le mostraron todos los dolores
que había de padecer para expiar el pecado. Le mostraron cuál era la belleza
del hombre antes de su caída, y cuánto le había desfigurado y alterado ésta.
Entonces, estos desaparecieron y Jesús fue tentado por Satanás, quien tomó
distintas formas (un tigre, una zorra, un lobo, un dragón y una serpiente,
pero deformados), y lo incitó a renunciar a su misión tras ver la ingratitud y
corrupción de la humanidad, atacándolo.
Luego, en una visión bella y consoladora sobre la salvación y la
santificación, los ángeles le presentaron todas las legiones de los
bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su
Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Pero estas imágenes
consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron toda su Pasión, que
se acercaba.
Finalmente, un ángel bajó y le dio de comer y beber en un cáliz.
Ángeles según Ana Catalina recreados con IA. |
Ángeles según Ana Catalina recreados con IA. |
Ángeles según Ana Catalina recreados con IA. |
Ángeles según Ana Catalina recreados con IA. |
Ángeles según la Biblia recreados por el artista Jonas Pfeiffer. |
Ángeles según la Biblia recreados por el artista Jonas Pfeiffer. |
Ángeles según la Biblia recreados por el artista Jonas Pfeiffer. |
Huerto de los olivos en la actualidad. |
Huerto de los olivos en la actualidad. |
Huerto de los olivos en la actualidad. |
Traición de Judas.
Las visiones nos revelan que Judas traicionó a Jesús ya que estaba cansado de
la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses no había
cesado de robar las limosnas de que era depositario, y su avaricia, excitada
por la liberalidad de Magdalena cuando derramó los perfumes sobre Jesús, lo
llevó al último de los crímenes. Había esperado siempre un reino temporal de
Jesús, que le proporcionase un empleo brillante y lucrativo. Como esto no se
realizaba, se ocupaba en atesorar dinero. Veía que las penas y las
persecuciones arreciaban, y quería ponerse bien con los poderosos enemigos
del Señor al acercarse el peligro. Veía que Jesús no se hacía rey, mientras
que la dignidad del Sumo Sacerdote ejercía grande impresión en su ánimo.
Intimaba más y más cada día con sus agentes, que le halagaban y le decían de
un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús.
Judas, entonces, acudió con Anás y Caifás, y les dijo donde se encontraría,
como aprehenderlo y que si no apresaban a Jesús en ese momento, se escaparía y
volvería con un ejército de sus partidarios para ser proclamado rey, por lo
cual recibió 30 monedas.
Poco antes de que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había
salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de
Jesús, en caso de que fuera juzgado, porque al día siguiente no habría
bastante tiempo, a causa del principio de la Pascua.
Judas tomó sus medidas con los que le debían acompañar; quería entrar en el
huerto delante de ellos, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo;
entonces los soldados se presentarían y aprehenderían a Jesús. Deseaba que
creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran,
él huiría como los otros discípulos y no volverían a oír hablar de él.
Los soldados tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que
apresaran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que escapase
con el dinero y que no le aprehendieran, o que apresaran a otro en su lugar.
La tropa escogida para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la
guardia del templo y de los que estaban a las órdenes de Anás y de Caifás,
junto con cuatro alguaciles de la ínfima clase que llevaban cordeles y
cadenas, y seis agentes, un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de
Caifás, dos fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos. Estos
hombres, aduladores de Anás y de Caifás, les servían de espías, y Jesús no
tenía mayores enemigos.
Aprehensión.
Mientras que el largometraje nos presenta una pelea que culmina con una oreja
cercenada, las visiones de Ana Catalina solo presentan un altercado y una
herida sangrante. Los alguaciles llegaron al monte junto con Judas, a lo que
Jesús les preguntó a quién buscaban. Estos respondieron a Jesús de Nazareth.
"Yo soy", replicó Jesús. Los alguaciles cayeron al suelo, y Jesús
conversó brevemente con Judas sobre su presencia en el lugar y el negocio que
este había hecho.
Los apóstoles rodearon a Judas, y Jesús volvió a preguntar, "¿A quién buscáis?".
Ellos respondieron de nuevo: "A Jesús de Nazareth".
"Yo soy, ya os lo he dicho; soy Yo a quien buscáis. Dejad a éstos".
Los soldados cayeron por segunda vez con contorsiones semejantes a las de la
epilepsia, y Judas fue rodeado otra vez por los apóstoles, exasperados contra
él. Jesús dijo a los soldados: "Levantaos". Se levantaron, en efecto,
llenos de terror; pero como los apóstoles estrechaban a Judas, los soldados le
libraron de sus manos y le mandaron con amenazas que les diera la señal
convenida, pues tenían orden de aprehender a aquél a quien besara. Entonces
Judas se acercó a Jesús, y le dió un beso con estas palabras:
"Maestro, yo te saludo". Jesús le dijo:
"Judas, tú vendes al Hijo del hombre con un beso".
Los soldados rodearon a Jesús, y los alguaciles, que se habían acercado, le
echaron mano. Judas quiso huir; pero los apóstoles lo detuvieron; y lanzándose
sobre los soldados, gritaron: "Maestro, ¿desnudaremos la espada?".
Pedro, más decidido que los otros, tomó la suya, pegó a Maleo, criado del Sumo
Sacerdote, que quería rechazar a los apóstoles, y le hirió en la oreja; éste
cayó en el suelo, y el tumulto llegó entonces a su colmo.
Judas, que había huido después de haber dado el beso traidor, fué detenido a
poca distancia por algunos discípulos, que lo llenaron de insultos; pero los
seis fariseos que llegaron en este momento, lo liberaron.
Jesús le mencionó a Pedro que envainara su espada, pues
"el que a cuchillo mata, a cuchillo muere", tras lo cual se acercó a
Maleo, tomó su oreja, oró, y la curó.
Los fariseos y alguaciles observaron esto y mencionaron que era un enviado del
diablo, entonces Jesús fue atado con las manos sobre el pecho con cordeles
nuevos y muy duros: le ataron el puño derecho bajo del codo izquierdo, y el
puño izquierdo bajo del codo derecho. Le pusieron alrededor del cuerpo una
especie de cinturón lleno de puntas de hierro, al cual le ataron las manos con
ramas de sauce; le colocaron en el cuello una especie de collar lleno de
puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una
estola, e iban atadas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las
cuales tiraban al inocente de un lado y de otro, según su inhumano
capricho.
Los alguaciles maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular
bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el
Salvador. Le llevaban por caminos ásperos, por encima de las piedras, por el
lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su fuerza. Tenían en la mano otras
cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que
lleva a sacrificar, y todas estas crueldades iban acompañadas de insultos
soeces.
Jesús, quien además iba descalzo, cayó dos veces en el suelo por los
violentos tirones que le daban. Al llegar a un puente, empujaron brutalmente
a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el torrente, diciéndole que
saciara su sed. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se la hubiera
despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de
agua, si no la hubiera protegido con los brazos juntos atados, pues se habían
soltado de la cintura, sea por auxilio divino, o porque los alguaciles los
desataran. Las rodillas, los pies, los codos y dedos se imprimieron
milagrosamente en la piedra donde cayó, y esta marca fue después objeto de
veneración.
Los alguaciles tenían siempre a Jesús atado con las cuerdas. Pero no
pudiéndole hacer atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería
que había al lado opuesto, volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas
hasta el borde. Entonces aquellos miserables lo empujaron sobre el puente,
llenándole de injurias, de maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana,
toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros; apenas podía andar, y al otro
lado del puente cayó otra vez en tierra.
Previo a su interrogatorio improvisado, la tropa se detuvo y los alguaciles
desataron los cordeles. Mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco
de agua de una fuente que estaba cerca. Jesús le dió las gracias, y citó con
este motivo un pasaje de los Profetas que habla de fuentes de agua viva, lo
que le valió mil injurias y mil burlas de parte de los fariseos.
Interrogatorio de Anás.
Tras ser golpeado por una mano con guante hierro en el rostro, Jesús fue
injustamente interrogado por Anás, sumo sacerdote judío, quien hizo que le
trajeran una especie de cartel, y escribió en él varias y grandes letras, como
acusación contra el Señor. Después lo envolvió y lo introdujo en una calabaza
vacía que tapó con cuidado y ató después a una caña, y, presentándosela a
Jesús, le dijo con sarcasmo:
"Este es el cetro de tu reino; ahí están tus títulos, tus dignidades y tus
derechos. Llévalos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te
trate según tu dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y llévenlo
delante del Sumo Sacerdote".
Jesús fue maniatado de nuevo, junto con el simulacro de cetro que contenía las
acusaciones de Anás, y le condujeron a casa de Caifás, en medio de la risa,
del escarnio y de los malos tratamientos de la multitud.
Interrogatorio de Caifás.
Jesús fue llevado a la casa de Caifás en medio burlas y golpes, quien lo
cuestionó sobre su Reyno y escuchó a diversos testigos sobre las acciones y
predicamentos de Jesús. El silencio de Jesús inquietaba a algunas
conciencias, y diez soldados se sintieron tan penetrados de lo que oían, que
se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos.
Caifás cuestionó directamente a Jesús si él era el Mesías, a lo que Jesús
respondió:
"Yo lo soy, tú lo has dicho. Y Yo os digo que veréis al Hijo del hombre
sentado a la derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del
cielo".
Caifás entonces replicó,
"¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos, ¿Le oísteis? ¡blasfemó!
¿cuál es vuestra sentencia?".
Entonces todos los asistentes gritaron con voz de trueno:
"¡Es digno de muerte! ¡Digno es de muerte!".
Juan, quien había seguido al Mesías junto con Pedro, se acordó de la pobre
Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia llegara a sus oídos de una
manera más dolorosa por boca de algún enemigo; miró al Señor, diciéndose
entre sí: "Tú sabes por qué me voy"; y se fué a la Virgen.
Caifás salió de la sala del tribunal con los miembros del Consejo y una
multitud de miserables se precipitó sobre Jesús, como enjambre de avispas
irritadas. Mientras se hizo el interrogatorio de los testigos, los alguaciles
y otros ruines habían arrancado puñados de la barba y del pelo de Jesús, le
habían escupido, abofeteado, golpeado con palos, hasta herirle con agujas y le
colocaron una corona de paja en la cabeza.
Le quitaron su vestidura, le arrancaron también el escapulario que le cubría
el pecho, echándole sobre las espaldas una capa vieja hecha pedazos, le
colocaron al cuello una larga cadena de hierro, acabada en dos pesados anillos
llenos de puntas, que le ensangrentaron las rodillas al caminar. Le ataron de
nuevo las manos sobre el pecho, le entregaron una caña y le vertieron toda
especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte
superior del ridículo manto. Le vendaron los ojos con un asqueroso trapo, y lo
golpeaban mientras se burlaban de él.
Después arrastraron a Jesús alrededor de la sala, delante de los miembros del
Consejo, que lo llenaban de ultrajes y de improperios. Entonces, Pedro, quien
se encontraba observando el cruel espectáculo, fue señalado como discípulo de
Jesús, tras lo cual este lo negó 3 veces.
A lo lejos, se veía a los obreros preparar la cruz en la que pensaban
crucificar a Jesús, aún sin haber sido legalmente juzgado.
Cuando Juan llegó con María, y le contó el horrible espectáculo a que había
asistido, esta le pidió, con Magdalena y algunas de las santas mujeres, que la
condujera cerca del sitio adonde Jesús agonizara.
María, acompañada de las santas mujeres y de Juan, atravesó el patio exterior
y se detuvo a la entrada del interior. La puerta se abrió, y Pedro se
precipitó afuera, llorando amargamente. María le dijo:
"Simón, ¿Qué ha sido de Jesús, mi Hijo?". Y estas palabras penetraron
hasta lo íntimo de su alma. No pudo resistir, y se volvió, retorciéndose las
manos; pero María se fué a él, y le dijo con profunda tristeza:
"Simón, hijo de Juan, ¿no me respondes?". Entonces Pedro exclamó
llorando:
"¡Oh Madre, no me hables! Lo han condenado a muerte, y yo lo he negado
tres veces vergonzosamente". Juan se acercó para hablarle; pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio,
y se fué a la gruta del monte de los Olivos, donde las manos de Jesús, orando,
se estamparon sobre la piedra.
María y sus acompañantes pasaron por donde se hacía la cruz. Los obreros no
podían acabarla, como tampoco los jueces concordar en la sentencia. Sin cesar
tenían que traer otra madera, porque tal o cual pieza era inservible o se
rompía, hasta que las distintas maderas fuesen combinadas a voluntad de Dios.
Los Ángeles los obligaban a empezar de nuevo, hasta que la Cruz fuese hecha
por modo providencial.
Supuesta casa de Caifás. |
Jesús en la cárcel.
Jesús fue encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, donde no le dieron un
solo instante de reposo. Lo ataron en medio del calabozo a un pilar y no le
permitieron que se apoyara; de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies
cansados, heridos e hinchados. No cesaron de insultarlo y de atormentarlo, y
cuando los dos de guardia estaban cansados, los relevaban otros, que
inventaban nuevas crueldades.
Juicio por la mañana.
Caifás ordenó que llevaran a Jesús delante de los jueces, y que se preparasen
a conducirlo a Pilatos inmediatamente después del juicio. Los alguaciles se
dirigieron en tumulto a la cárcel, desataron las manos a Jesús, le arrancaron
la capa vieja con que le habían cubierto, obligándole a ponerse su túnica,
toda cubierta de las suciedades que le habían echado, lo amarraron por la
cintura y le arrastraron fuera del calabozo. Todo esto se hizo
precipitadamente y con feroz brutalidad. Jesús fue conducido entre soldados.
Ya juntos delante de la casa, y cuando apareció a sus ojos, semejante a una
víctima que llevan al sacrificio, horriblemente desfigurado por tantos
atropellos, vestido sólo con su túnica manchada, el asco les inspiró nuevas
crueldades; pues no había rastro de compasión en el pecho de bronce de
aquellos judíos.
Caifás cuestionó de nuevo a Jesús si él era el Mesías, a lo que Jesús lo
confirmó nuevamente. Entonces, lo mandaron atar de nuevo, colocándole una
cadena al cuello, como lo hacían con los condenados a muerte, para
conducirlo a Pilatos.
Suicidio de Judas.
Tras observar el "juicio" nocturno a Jesús, y tras escuchar los espantosos
detalles de su maltrato entre los habitantes de pueblo, Judas acudió por la
mañana al consejo para intentar devolver el dinero y obtener la liberación de
Jesús, pero fue en vano. Entonces, él huyó corriendo al valle de Hiennom,
mientras Satanás le mencionaba las maldiciones de los profetas de ese
valle. Cuando llegó al torrente Cedrón, y vió el monte de los Olivos,
empezó a temblar; volvió los ojos, y oyó de nuevo las últimas palabras que le
dijo Jesús, "Amigo, ¿qué vienes a hacer? ¡Judas, tú entregas al Hijo del hombre con un
beso!".
Sin niños demonios de por medio, Satanás le recordaba su traición, cuando
Judas llegó al pie de la montaña de los escándalos, a un lugar pantanoso,
lleno de escombros y de inmundicias. Entonces Satanás le dijo,
"¡Acaba contigo, miserable, acaba!". Judas, desesperado, tomó su
cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un hondo y que tenía sendos
nudos. Tras ahorcarse, su cuerpo reventó, y sus entrañas se esparcieron por el
suelo.
Acedalma. Campo del alfarero o campo de sangre en la actualidad. Posible lugar del suicidio de Judas (no confirmado). |
Jesús frente a Pilatos.
Alrededor de las 6 de la mañana, Jesús fue conducido hasta el palacio de
Pilatos, gobernador de Judea, quien ya había sido avisado y esperaba la
llegada del Mesías. Allí, un hombre de nombre Sanoc, quién ya había visto y
oído a Jesús, gritó y defendió al salvador.
Cuando el gobernador romano les mandó que presentasen sus acusaciones, lo
hicieron de tres principales, apoyados cada una por diez testigos, y se
esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús había violado los
derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo, que
perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y de ella exhibieron
testimonios. Luego, que tenía grandes reuniones de hombres; que violaba el
sábado, y que curaba en él. Aquí Pilatos los interrumpió en son de burla:
"Vosotros no estáis enfermos sin duda, porque si no no estaríais tan
encolerizados contra esas curas".
Añadieron que seducía al pueblo con horribles doctrinas, diciéndole que
debían comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Pilatos
miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a los judíos estas palabras:
"Parece que vosotros seguís también su doctrina en lo de alcanzar la vida
eterna, cuando queréis ahora poco menos que comer su carne y beber su
sangre".
La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo a no pagar tributo al
Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con la certeza
propia de un hombre encargado especialmente de esto; y les dijo:
"Es un grandísimo embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros".
Entonces los judíos pasaron a la tercera acusación.
"Este hombre oscuro, de bajo origen, se ha hecho un gran partido, y ha
predicho la ruina de Jerusalén; esparce por el pueblo parábolas ambiguas
sobre un Rey que prepara las bodas de su hijo. Un día, la multitud, que
convocó sobre una montaña, quiso hacerle rey; pero pensando que era
demasiado pronto, se escondió. Ahora obra más a las claras: ha hecho su
entrada triunfal en Jerusalén, al grito de: "¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito sea el reino de nuestro padre David que llega!" Con esto, usurpa
los honores reales, pues enseña que es el Cristo, el ungido del Señor, el
Mesías, el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así".
Todo lo cual fué también apoyado por diez testigos.
Entonces, Pilatos interrogó a Jesús,
"¿Así que eres Tú el Rey de los judíos?"; y Jesús respondió:
"¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros lo han dicho de Mí?".
Pilatos, sentido de que Jesús pudiera creerle tan extravagante de que por sí
le dirigiese pregunta tan rara, le dijo:
"¿Soy yo acaso un judío que me ocupe en semejantes necedades? Tu pueblo y
sus sacerdotes te traen a mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo
que has hecho".
Jesús repuso con majestad:
"Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este mundo, Yo tendría
servidores que combatirían por Mí, para no dejarme caer en manos de los
judíos; pero mi reino no es de este mundo".
Pilatos se sintió perturbado con estas graves palabras, y le dijo en tono más
serio: "¿ Tú eres Rey?". Jesús respondió:
"Como tú lo dices: Yo soy Rey. He nacido y venido a este mundo para dar
testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilatos lo miró, y dijo, levantándose:
"¡La verdad! ¿Qué es la verdad?" .
Pilatos volvió a la azotea y así gritó a los príncipes de los sacerdotes desde
lo alto de la azotea: "No hallo ningún crimen en este hombre". Los
enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes salió un torrente de
acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba por los
míseros hombres
Pilatos reflexionó un instante, y preguntó:
"¿Este Hombre es galileo y súbdito de Herodes?" "Sí", responden ellos:
"sus padres han vivido en Nazaret, y su residencia actual es Cafarnaúm".
"Si es súbdito de Herodes",
replicó Pilatos,
"conducidle a su presencia: ha venido aquí para la fiesta, y puede
juzgarle". Entonces mandó salir a Jesús fuera del tribunal, y envió un oficial a
Herodes avisándole que iban a presentarle a Jesús de Nazaret, súbdito suyo.
Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los arrojaba de sí en
presencia de todo el pueblo, extremaron su rencor contra Jesús. Lo ataron de
nuevo, y arrastrado y lleno de insultos y de golpes, en medio de la multitud
que cubría la plaza, fué conducido hasta el palació de Herodes, que no estaba
muy distante. Algunos soldados romanos se habían agregado a la
escolta.
Como ocurre en el largometraje, la mujer de Pilatos, Claudia Procla, le
imploró a su marido que no condenara al Salvador. Pilatos, quien de acuerdo a
las visiones era un hombre muy supertsticioso a quién le gustaba observar
comer a los pollos cuando se encontraba en una posición difícil, le prometió
no hacerlo, dándole una prenda como garantía de su promesa.
Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar
a Jesús como inocente; después temía que sus dioses se vengaran de él:
libertado por él, Jesús le parecía una especie de semidiós que podía hacerle
daño. "Quizás", se decía a sí mismo, "es una especie de Dios de los judíos; hay muchas profecías de un Rey de
los judíos, que debe reinar en todo el mundo: Es el Rey que los Magos de
Oriente han venido a buscar aquí; podría quizás elevarse sobre mis dioses y
mi Emperador, y yo tendría una gran responsabilidad si no muere. Quizás su
muerte será el triunfo de mis dioses".
A todo esto, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina
de la plaza, mirando y escuchando con profundo dolor. Cuando Jesús fué llevado
a Herodes, Juan condujo a la Virgen y a Magdalena por todo el camino
recorrido por Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a la de Anás, a Ofel, a
Getsemaní, al Huerto de los Olivos; y en todos los sitios donde el Señor se
había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con
Él.
Fortaleza de Antonia en la actualidad. Lugar donde Jesús fue enjuiciado. |
Jesús frente a Herodes.
Jesús llegó a la puerta del palacio de Herodes, quien ya lo esperaba, excitado
por todo lo que había oído hablar de él.
Herodes miró a Jesús con curiosidad, y cuando le vió tan desfigurado, cubierto
de golpes, con el pelo en desorden, la cara ensangrentada, su vestido
manchado, aquel príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión
mezclada de disgusto. Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con
repugnancia, y dijo a los sacerdotes:
"Llevadlo, limpiadlo; ¿cómo traéis a mi presencia un hombre tan asqueroso y
tan lleno de heridas?".
Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo, trajeron agua en un baño, y lo
limpiaron, sin dejar de maltratarlo.
Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar
la conducta de Pilatos, pues también les dijo:
"Bien se ve que ha caído entre las manos de los carniceros: comenáis las
inmolaciones ames de tiempo". Los príncipes de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus
acusaciones.
Cuando volvieron a presentar a Jesús delante de Herodes, fingiendo
compadecerse mandó que le trajeran un vaso de vino para reparar sus fuerzas;
pero Jesús meneó la cabeza, y no lo quiso beber. Herodes habló con énfasis y
largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas,
y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y estaba
delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Sin embargo,
disimuló el enojo y continuó sus preguntas. Primero quiso halagarle:
"Duéleme ver que acusaciones tan graves pesen sobre Ti; he oído hablar mucho
de Ti; sabes que me has ofendido en Tirza cuando libertaste, sin mi permiso,
los presos que había hecho allí; pero sin duda lo hiciste con buena
intención. Ahora que el gobernador romano te envía a mí para juzgarte,
¿qué tienes que responder a todas esas acusaciones? ¿Te callas? Me han
hablado mucho de la sabiduría de tus discursos y de tus doctrinas; quisiera
oírte responder a tus acusadores. ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el Rey de
los judíos? ¿Eres Tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho
grandes milagros; haz alguno delante de mí. Está en mi mano el darte la
libertad. ¿Es verdad que has dado la vista a ciegos de nacimiento,
resucitado a Lázaro de entre los muertos, y dado de comer a millares de
hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Créeme: haz alguno de
tus prodigios; eso te será de provecho".
Como Jesús continuaba callado, Herodes prosiguió con más volubilidad:
"Quién eres Tú? ¿Quién te ha dado ese poder? ¿Por qué no lo posees ya?
¿Eres Tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa?
Reyes del Oriente han venido a mi padre en demanda de ver a un Rey de los
judíos recién nacido: ¿es verdad, como cuentan, que ese niño eras Tú? ¿Y
cómo escapaste de la muerte que fué dada a tantos niños? ¿Cómo ha sucedido
eso? ¿Cómo transcurrió tanto tiempo sin hablarse de Ti? ¡Responde! ¿Qué
especie de Rey eres Tú? ¡En verdad que no veo nada de regio en Ti! Dicen que
hace poco fuiste conducido en triunfo hasta el templo; ¿qué significaba
eso? ¡Habla, respóndeme!"
Todo ese flujo de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús,
quien no le habló porque estaba excomulgado, a causa de su casamiento
adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista.
Anás y Caifás se aprovecharon del disgusto que le causaba el silencio de
Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a
Herodes zorra; y también trabajado mucho tiempo en desprestigio de su familia;
que había querido establecer una nueva religión, y celebrado la Pascua.
Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos
políticos. No quería condenar a Jesús, porque sentía ante él un terror
secreto, y tenía con frecuencia remordimiento de la muerte de Juan Bautista;
además, detestaba a los príncipes de los sacerdotes, que no habían querido
excusar su adulterio, y lo habían excluído de los sacrificios a causa de ese
crimen. Y, sobre todo, no quería condenar al que Pilatos había declarado
inocente, y era conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en
presencia de los príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y
dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en
su palacio:
"Agarrad a ese Insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que
merece; es más bien un loco que un criminal".
Condujeron al Salvador a un gran patio, donde fué víctima de nuevos atropellos
y objeto de escarnio. Los príncipes de los sacerdotes y los enemigos de Jesús,
viendo que Herodes no participaba de su sentir y propósitos, enviaron algunos
de los suyos al barrio de Ancra, a fin de que muchos fariseos que había en él
acudiesen con sus partidarios a los alrededores del palacio de Pilatos:
distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir
tumultuosamente la muerte de Jesús. Otros se encargaron de amenazar al pueblo
con la ira del cielo, si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrílego.
Decíaseles también que si Jesús no moría se uniría a los romanos para
exterminar a los judíos, y que ese era el imperio de que había hablado
siempre. Además, esparcían la voz de que Herodes le había condenado, pero que
el pueblo debía expresar su voluntad; que se temía a los partidarios de Jesús;
que si le ponían en libertad, la fiesta sería turbada por ellos y por los
romanos, con cuya ayuda ejercerían una cruel venganza. Esparcieron también los
rumores más contradictorios y propios para exacerbar los ánimos y sublevar al
pueblo. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de
Herodes para que maltratasen a Jesús hasta hacerle morir, pues deseaban que
perdiese la vida antes que Pilatos le diera libertad.
Vista aérea del palacio de Herodes en la actualidad. |
Interior del palacio de Herodes en la actualidad. |
Entre 200 criados y soldados de Herodes empujaban a Jesús en el patio, y uno
de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero y que
había tenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada y, con grandes
risotadas, se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo un
pedazo de tela colorada y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban
delante de él, y a empellones, lo injuriaban, le escupían, lo golpeaban en la
cara, porque no había querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos
irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de él como zarandeándole y, habiéndolo
echado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo
que su cabeza pegaba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después
lo levantaron, y comenzaron otra vez los oprobios, que llevaron a Jesús a caer
3 veces.
Los príncipes de los sacerdotes pidieron otra vez a Herodes que condenara a
Jesús; pero él, en sus ideas relativas a Pilatos, le mandó a Jesús cubierto
con su vestido de escarnio.
Jesús de nuevo ante Pilatos.
Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban avergonzados
de tener que volver al sitio adonde fuera ya declarado inocente. Pero
decididos, tomaron otro camino mucho más largo para presentarle en medio de su
humillación a otra parte de la ciudad, con lo que además ganaron más tiempo
para que se agitaran los grupos.
Todo el tiempo que duró no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían
puesto le impedía andar, se cayó muchas veces en el lodo, y lo levantaron a
patadas hiriéndole en la cabeza; con ultrajes infinitos, tanto de parte de los
que le conducían, como del pueblo que se juntaba en el camino. Jesús pedía a
Dios no morir, para que así se cumpliesen en uno su pasión y nuestra
redención.
De nuevo en casa de Pilatos, los alguaciles le hicieron subir la escalera con
la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su vestido y cayó sobre los
escalones de mármol blanco, que se tiñeron en sangre de su cabeza sagrada. Los
enemigos de Jesús habían tomado sus sitios a la entrada de la plaza; el
pueblo reía de su caída y los soldados le golpeaban para levantarlo.
Pilatos, que estaba apoyado sobre su silla, se adelantó sobre la azotea y dijo
a los acusadores de Jesús:
"Me habéis traído a este hombre como a un agitador del pueblo; le he
interrogado delante de vosotros y no le hallo culpable del crimen que le
imputáis; Herodes tampoco le juzga criminal. Por consiguiente, voy a mandar
que le azoten, y a darle suelta".
Violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y las distribuciones de
dinero en el pueblo se hicieron con más actividad. Pilatos esperando que
pidieran la libertad de Jesús, tuvo la idea de darles a escoger entre Él y un
insigne criminal, llamado Barrabás, que horrorizaba a todo el pueblo, ya que
se acostumbraba a liberar a un criminal por la celebración de la Pascua.
A la pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud y varias voces
gritaron: "¡Barrabás!". Pilatos, llamado en aquel instante por un
criado de su mujer, salió de la azotea, y éste, presentándole la prenda que él
antes diera, dijo:
"Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana".
Pilatos devolvió la prenda a su mujer, ratificándole el cumplimiento de su
promesa. Avanzó de nuevo sobre la azotea t se sentó al lado de la mesita. Los
príncipes de los sacerdotes ocupaban sus asientos, y Pilatos volvió a gritar:
"¿A cuál de los dos queréis que salve?". Entonces resonó un grito
unánime en la plaza: "No queremos a ése, sino a Barrabás". Pilatos
dijo: "¿Qué queréis que haga con Jesús, que se llama Cristo?". Todos
gritaron tumultuosamente: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!".
Pilatos preguntó por tercera vez:
"Pero ¿qué mal ha hecho? Yo no encuentro en él crimen que merezca la
muerte; voy a mandar azotarlo y dejarlo".
Pero el grito: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" se alzó por todas partes
como una tempestad infernal; los príncipes de los sacerdotes y los fariseos
se agitaban vociferando como frenéticos. Entonces el débil Pilatos dió
libertad al malhechor Barrabás, y condenó a Jesús a la flagelación.
La Virgen, su hermana mayor María, hija de Helí; María, hija de Cleofás,
Magdalena y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio
donde lo oyeron todo. Aunque la Madre de Jesús sabía que su muerte era el
único medio de salvación para los hombres, esta oraba para que un crimen tan
enorme no se consumara.
La flagelación.
A pesar de lo cruel y sangrienta que es la secuencia presentada en el
largometraje, las visiones de Ana Catalina nos revelan una flagelación aún más
ruin, larga y dolorosa.
Los alguaciles, pegando y empujando a Jesús con palos, le condujeron a la
plaza, en medio del tumulto y de la saña popular. Al Norte del palacio de
Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna destinada a
que los reos sufriesen, a ella atados, la pena de los azotes. Los verdugos,
provistos de látigos, varas y cuerdas, dieron de puñadas al Señor, le
arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin
resistencia, y lo ataron brutalmente a la piedra. Eran seis hombres atezados,
de menos estatura que Jesús, quienes ya habían azotado hasta la muerte a
algunos pobres condenados. Parecían salvajes o demonios, y estaban medio
borrachos.
Los verdugos arrancaron el manto de irrisión de Herodes, y derribaron a Jesús,
quien temblaba y se estremecía delante de la columna. Se despojó él mismo de
sus vestidos con las manos hinchadas y ensangrentadas.
Mientras le pegaban, oró del modo más tierno, y volvió un instante la cabeza
hacia su Madre, que estaba partida de dolor en la esquina de una de las alas
de la plaza, y que cayó sin conocimiento en brazos de las santas mujeres que
la rodeaban.
Jesús fué así extendido con violencia sobre la alta columna de los
malhechores, con sus pies apenas tocando el suelo; y dos de aquellos furiosos
comenzaron a flagelar su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Sus látigos,
o varas, parecían de madera blanca flexible: al parecer nervios de buey o
correas de cuero duro y blanco.
Jesús temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos
dulces y claros se oían como una oración en medio del ruido de los azotes,
junto con los balidos de los corderos pascuales que se lavaban en la piscina
de las Ovejas.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes dieron dinero a los
verdugos. Les trajeron también un cántaro que contenía una bebida espesa y
colorada, y bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los sayones
que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. El cuerpo del Salvador
estaba cubierto de manchas negras, lívidas y coloradas, y su sangre corría
por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos tenían otra especie de varas; eran de espino con
nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; la sangre saltó
a distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se
estremecía. Muchos forasteros pasaron por la plaza, montados sobre
camellos, y se alejaron poseídos de horror y de pena cuando el pueblo les
explicó lo que ocurría. Eran caminantes que habían recibido el bautismo de
Juan, o que habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto
y los gritos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas
garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a tiras. Sin
embargo, su rabia no estaba todavía satisfecha; desataron a Jesús y le
ataron de nuevo de espaldas a la columna. No pudiendo sostenerse, le pasaron
cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por bajo de las rodillas,
anudándole las manos detrás de aquel potro de martirio. Entonces cayeron
sobre Él. Uno de ellos le pegaba en el rostro con saña indecible, con una
vara nueva. El cuerpo del Salvador era todo una llaga. Miraba a sus verdugos
con los ojos llenos de sangre, y parecía que les pedía misericordia; pero
redoblaban su ira, y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un
extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifon, curado por Jesús,
se precipitó sobre la columna con un hierro que tenía la figura de una
cuchilla, gritando, loco de indignación:
"¡Basta! No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir". Los verdugos,
hartos, se pararon sorprendidos; el extranjero cortó rápidamente las cuerdas
atadas detrás de la columna, y fué a perderse entre la multitud. Jesús cayó
casi sin sentido al pie de la columna, sobre un charco de sangre. Los verdugos
le dejaron y fueron a beber, llamando a los criados que estaban en el cuerpo
de guardia tejiendo una corona de espinas.
Mientras Jesús estaba caído al pie de la columna, algunas mujeres públicas,
con cínico descaro, se acercaron a Jesús agarradas por las manos. Se pararon
un instante mirándole con desprecio. En este momento el dolor de sus heridas
se redobló y alzó hacia ellas la faz ensangrentada. Se alejaron entonces, y
los soldados les dijeron palabras desvergonzadas.
De acuerdo a las visiones, durante la flagelación, había muchos ángeles
llorando alrededor de Jesús. Cuando estaba tendido al pie de la columna, un
ángel le presentó una cosa luminosa que le dió fuerzas. A su vez, cuando Jesús
cayó al pie de la columna, Claudia Procla, mujer de Pilatos, envió a la Madre
de Dios grandes piezas de tela. Puede que creyera que Jesús sería liberado y
que su Madre necesitaría esa tela para aplicarla a sus llagas.
Los soldados volvieron, y le pegaron patadas y palos, diciéndole que se
levantara. Habiéndole puesto en pie, no le dieron tiempo para cubrir sus
carnes; echaron sus ropas sobre los hombros, y con ellas se limpió la sangre
que le inundaba el rostro. Le condujeron al sitio adonde estaban sentados
los príncipes de los sacerdotes, que gritaron:
"¡Que muera! ¡Que muera!" y volvían la cara con repugnancia. Después
lo condujeron al patio interior del cuerpo de guardia, donde no había
soldados, sino esclavos, alguaciles y chusma.
Representación más cercana al daño que recibió Jesús tras ser cruelmente flagelado. |
Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se aproximaron al sitio en
donde Jesús fue azotado. Escondidas por las otras santas mujeres y otras
personas bien intencionadas, bajaron al suelo, junto a la columna, y limpiaron
por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla
había mandado. Juan no estaba entonces con las santas mujeres, que eran
veinte. El hijo de Simeón, el de Verónica, el de Obed, Aram y Temni, sobrinos
de José de Arimatea, estaban ocupados en el templo, llenos de tristeza y de
angustia. Eran las nueve de la mañana cuando terminó la flagelación.
Fragmento de 63 cm de la columna donde supuestamente Cristo padeció la flagelación. |
La coronación de espinas.
La coronación de espinas se realizó en el patio interior del cuerpo de
guardia. Allí había cincuenta miserables, criados, carceleros, alguaciles,
esclavos y otras gentes de igual jaez. El pueblo estaba alrededor del
edificio; pero pronto se vió rodeado de mil soldados romanos, puestos en
buen orden, cuyas risas y burlas excitaban el ardor de los verdugos de
Jesús, como los aplausos del público excitan a los cómicos.
En medio del patio había un trozo de una columna; pusieron sobre él un
banquillo muy bajo y lo llenaron de piedras agudas. Le quitaron a Jesús los
vestidos del cuerpo, cubierto de llagas, y le pusieron una vieja capa
colorada de un soldado, que no le llegaba a las rodillas. Lo arrastraron al
asiento que le habían preparado y lo sentaron brutalmente. Entonces le
pusieron la corona de espinas alrededor de la cabeza y la ataron
fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien
trenzadas, con la mayor parte de las puntas vueltas a propósito hacia
dentro. Habiéndosela atado, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo
hicieron con una gravedad irrisoria, como si realmente lo coronasen rey. Le
quitaron la caña de las manos y le pegaron con tanta violencia en la corona
de espinas, que los ojos del Salvador estaban inundados de sangre. Se
arrodillaron delante de Él, le hicieron burla, le escupieron a la cara y le
abofetearon, gritándole: "¡Salve, Rey de los judíos!" Después lo
tiraron con su asiento, y lo volvieron a levantar con violencia.
Jesús sufría una sed horrible; sus heridas le habían dado calentura y tenía
frío; su carne estaba rasgada hasta los huesos, su lengua estaba contraída,
y la sangre sagrada que corría de su cabeza refrescaba su boca ardiente y
entreabierta. Jesús fué así maltratado por espacio de media hora en medio de
la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor
del Pretorio.
Anillo de espinos trenzados que supuestamente contiene la corona de espinas de Jesús (no corroborado como genuino). |
Condena.
Jesús, cubierto con la capa encarnada, la corona de espinas sobre la cabeza,
y el cetro de caña en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos.
Estaba desconocido a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la
barba. Su cuerpo era una llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando llegó
delante de Pilatos, este hombre cruel no pudo menos de temblar de horror y
de compasión, mientras el pueblo y los sacerdotes le insultaban y hacían
burla. Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó al balcón: tocaron
la trompeta para anunciar que el gobernador quería hablar: se dirigió a los
príncipes de los sacerdotes y a todos los circunstantes, y les dijo:
"Os lo presento otra vez, para que sepáis que no hallo en él ningún
crimen".
Jesús fue conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo podía
verlo. Era un espectáculo terrible y lastimoso la aparición del Hijo de
Dios, ensangrentado, con la corona de espinas, bajando sus ojos ante el
pueblo, mientras que Pilatos, señalándole con el dedo, gritaba a los judíos:
"¡Ecce Homo!" Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos, llenos
de furia, gritaron:
"¡Que muera! ¡Que sea crucificado!" ."¿No basta ya?", dijo Pilatos. "Ha sido tratado de manera que no le quedará gana de ser Rey". Pero estos furiosos gritaban cada vez más:
"¡Que muera! ¡Que sea crucificado!". Pilatos mandó tocar otra vez la
trompeta, y dijo:
"Entonces, tomadlo y crucificadlo, pues no hallo en él ningún crimen". Algunos de los sacerdotes gritaron:
"Tenemos una ley por la cual debe morir, pues se ha llamado Hijo de
Dios".
Esas palabras, se ha llamado Hijo de Dios, despertaron los temores
supersticiosos de Pilatos: hizo conducir a Jesús aparte, y le preguntó de
dónde era. Jesús no respondió, y Pilatos le dijo:
"¿No me respondes? ¿No sabes que puedo crucificarte o ponerte en
libertad?".
Y Jesús respondió:
"No tendrías tú ese poder sobre Mí, si no lo hubieses recibido de arriba:
por eso el que me ha entregado en tus manos ha cometido un gran
pecado".
Claudia Procla, temiendo la incertidumbre de su marido, le mandó de nuevo su
prenda para recordarle su promesa. Pero él le dió una respuesta vaga y
supersticiosa, cuyo sentido era que se abandonaba a los dioses.
Los enemigos de Jesús, habiendo sabido los pasos de Claudia en su favor,
esparcieron por el pueblo que
"los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; que si lo
ponían en libertad se uniría con los romanos, y que todos los judíos serían
exterminados".
Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las palabras de Jesús, volvió
al balcón, y dijo otra vez que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron:
"¡Si lo libertas, no eres amigo del César!". Otros decían que lo
acusarían delante del Emperador de haber turbado su fiesta; que era menester
acabar, porque a las diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se
oía gritar: "¡Que sea crucificado!" hasta encima de las azoteas,
donde había muchos subidos. Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles. El
tumulto y los gritos eran horribles, y el pueblo estaba en tal estado de
agitación, que podía temerse una insurrección. Pilatos mandó que le trajesen
agua; un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo y él gritó desde
lo alto de la azotea:
"Yo soy inocente de la sangre de este Justo: vosotros responderéis de
ella".
Inmediatamente se levantó un grito horrible y unánime de todo el pueblo, que
se componía de gentes de toda la Palestina:
"¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros descendientes!".
Irritado y asustado al mismo tiempo de las últimas palabras que le había dicho
Jesús, hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos le causaron un
nuevo terror amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le
determinó a hacer la voluntad de ellos, en contrario con la justicia, con su
propia convicción y con la palabra que le había dado a su mujer. Dió la sangre
de Jesús a los judíos, y para lavar su conciencia no tuvo más que el agua que
hizo echar sobre sus manos diciendo:
"Soy inocente de la sangre de este Justo; vosotros responderéis de
ella".
El Salvador, con su capa colorada y su corona de espinas, fue conducido
delante del tribunal, y puesto entre dos malhechores. Cuando Pilatos se sentó
en su asiento, dijo a los judíos: "¡Ved aquí a vuestro Rey!" y ellos
respondieron:
"¡Crucifícalo!". "¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?", volvió a
decir Pilatos. "¡No tenemos más Rey que César!", gritaron los
príncipes de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y comenzó a pronunciar
el juicio. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente al suplicio
de la cruz, pero los príncipes de los sacerdotes habían diferido su ejecución,
porque querían hacer una afrenta más a Jesús, asociándolo en su suplicio a dos
malhechores de la última clase. Las cruces de los dos ladrones estaban al
lado de ellos: la del Salvador no estaba todavía porque no se había
pronunciado su sentencia de muerte.
La Virgen Santísima, que se había retirado después de la flagelación, se
introdujo de nuevo en medio de la multitud para oír la sentencia de muerte de
su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los alguaciles, al pie
de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio, y
Pilatos pronunció su sentencia sobre el Salvador con el desenfado de un
cobarde.
Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más
sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación intentada contra
Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían condenado a muerte por
haber alterado la paz pública y violado su ley, haciéndose llamar Hijo de Dios
y Rey de los judíos, habiendo el pueblo pedido su muerte por voz unánime.
También añadió que encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que
no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar, dijo:
"Condeno a Jesús de Nazaret, Rey de los judíos, a ser crucificado"; y
mandó traer la cruz. Rompió un palo largo, y tiró los pedazos a los pies de
Jesús.
A estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento; ahora no había
duda: la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel e
ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres
cegados que la rodeaban no insultaran su dolor; mas apenas volvió en sí,
tuvieron que conducirla por todos los sitios adonde su Hijo había sufrido, y
adonde quería sufrir el sacrificio de sus lágrimas; así la Madre del Salvador
tomó posesión por la Iglesia de esos lugares santificados.
Pilatos escribió el juicio en su tribunal, y los que estaban detrás de él lo
copiaron tres veces:
"Forzado por los príncipes de los sacerdotes, el Sanedrín y el pueblo, a
punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret, como culpable
de haber agitado la paz pública, blasfemado y violado su ley, se lo he
entregado para ser crucificado, aunque sus inculpaciones no me parecían
claras, por no ser acusado delante del Emperador de haber favorecido la
insurrección de los judíos, descontentándolos por un maravedí de
justicia".
Después escribió la inscripción de la cruz sobre una pequeña tabla de color
oscuro. La sentencia se transcribió muchas veces, y se envió a diferentes
puntos. Los príncipes de los sacerdotes se quejaron de que el juicio estaba en
términos poco favorables para ellos; objetaron también contra la inscripción,
y pidieron que no pusiera "Rey de los Judíos", sino
"que se ha llamado Rey de los Judíos". Pilatos, impaciente, les
respondió lleno de cólera: "Lo que está escrito, escrito está".
Querían también que la cruz de Jesús no elevara su cabeza por encima de las
otras de los dos ladrones: sin embargo, era menester hacerla más alta, porque
por culpa de los obreros no había espacio para poner la inscripción de
Pilatos. Se valían de este pretexto para suprimir la inscripción, que les
parecía injuriosa para ellos. Mas Pilatos no quiso consentir, y tuvieron que
alargar la cruz, añadiéndole un nuevo pedazo. Esas diferentes circunstancias
concurrieron a dar a la cruz su forma definitiva: sus dos brazos se elevaban
como las ramas de un árbol separándose del tronco, y se parecía a una Y, con
la parte inferior prolongada entre las otras dos: los brazos eran más delgados
que el tronco, y cada no de ellos había sido puesto por separado; también
habían clavado un tarugo a los pies para sostenerlos.
Mientras que Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, su mujer, Claudia Procla,
le devolvía su prenda y la renunciaba.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, Jesús fué entregado a los alguaciles
como una presa; le trajeron sus vestidos que le habían quitado en casa de
Caifás; los habían guardado, y sin duda algunos hombres compasivos los habían
lavado, pues estaban limpios. Los hombres perversos que rodeaban a Jesús le
desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, lleno de
llagas, la capa de lana colorada que le habían puesto por irrisión, y le
echaron su escapulario sobre las espaldas. Como la corona de espinas era muy
ancha e impedía que se le pusiese la túnica oscura, inconsútil, que le había
hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas echaron
sangre de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su vestidura de
lana blanca, su cinturón y su manto; después le volvieron a atar en medio del
cuerpo la correa de puntas de hierro, de la cual salían los cordeles con los
que tiraban de Él; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad
habituales.
Los dos ladrones estaban a derecha e izquierda de Jesús; tenían las manos
atadas y una cadena al cuello: estaban cubiertos de cicatrices lívidas que
provenían de su flagelación de la víspera: uno estaba tranquilo y pensativo;
el otro, grosero e insolente, se unía a los alguaciles para maldecir e
insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros con amor, y ofrecía sus
tormentos por su salvación. Los alguaciles juntaban los instrumentos del
suplicio, y lo preparaban todo para esta terrible y dolorosa operación.
Viacrucis.
Veintiocho fariseos armados, entre los cuales se encontraban los enemigos de
Jesús que habían tomado parte en su arresto en el Huerto de los Olivos,
acudieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles condujeron
al Salvador en medio de la plaza, donde esclavos echaron la cruz a sus pies.
Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con
cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces,
dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la redención del género
humano.
Los soldados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, quien tuvo que cargar con
mucha pena ese peso sobre su hombro derecho, con la ayuda de ángeles
invisibles. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el cuello a los dos ladrones
las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos; las grandes piezas
las llevaban esclavos.
La trompeta de la caballería de Pilatos tocó y levantaron a Jesús con
violencia, quien sintió caer sobre sus hombros todo el peso que debemos llevar
después de Él, según sus santas y verídicas palabras. Entonces comenzó la
marcha triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan
gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz, con dos soldados
manteniendola en el aire; otros cuatro tenían las cuerdas atadas a la cintura
de Jesús.
Un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que Pilatos había hecho
para la cruz; llevaba también en la punta de un palo la corona de espinas de
Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la
cruz.
Jesús recorrió el camino con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo
el peso, temblando, lleno de llagas y de heridas, sin haber comido, bebido, ni
dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre,
devorado por la fiebre, la sed y dolores infinitos. Con la mano derecha
sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano izquierda, cansada, hacía de
cuando en cuando esfuerzos para levantar el largo vestido, con que tropezaban
sus pies heridos.
Arrastrando la cruz entre multitudes que lo insultaban y arrojaban piedras,
Jesús cayó contra una piedra. Rápidamente, los soldados le colocaron la corona
de espinas y lo levantaron para continuar con su suplicio.
Tras visitar los lugares santificados por el Mesías, la virgen María,
acompañada de Juan y otras mujeres, quería ver a su hijo, por lo que pidió a
Juan que la condujese a un lugar donde Jesús pasaría. Se fueron a un palacio
cuya puerta daba a la calle a donde entró la escolta después de la primera
caída de Jesús, la habitación de Caifás. Cuando salieron a la puerta,
María se paró y miró. Entonces, la escolta que llevaba los instrumentos del
suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante. La Madre de Jesús se
puso a temblar y a gemir, juntando las manos, a lo que uno de aquellos hombres
preguntó: "¿Quién es esa Mujer que se lamenta?", y otro respondió:
"Es la Madre del Galileo". Cuando los miserables oyeron tales palabras,
llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaron con el dedo, y uno de
ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y
se los presentó a la Virgen, burlándose.
Jesús avanzó al punto en que él y María se encontraron, tras lo cual este
tropezó y cayó por segunda vez. La virgen corrió hasta donde su hijo y lo
abrazó. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo:
"Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría
en nuestras manos". Algunos soldados tuvieron compasión. Sin embargo, echaron a la Virgen
hacia atrás, pero ningún alguacil la tocó. Juan y las santas mujeres la
rodearon, y cayó como muerta sobre sus rodillas, encima de la piedra angular
de la puerta, donde sus manos se imprimieron.
Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al
interior de la casa, y cerraron la puerta. Mientras tanto, los alguaciles
levantaron a Jesús, y le pusieron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los
brazos de la cruz se habían desatado: uno de ellos había resbalado y se había
enredado en las cuerdas; éste fué el que Jesús abrazó.
Simon Cirineo.
Al llegar a una plaza más adelante, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa,
tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo levantar. Hubo
algún tumulto: no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los
soldados:
"No podremos llevarlo vivo, si no buscáis un hombre que le ayude a llevar
la cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo, acompañado de sus
tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era
jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla
oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde no podía
salir, y los soldados, habiendo reconocido por su traje que era un pagano y un
obrero de clase inferior, le tomaron y le mandaron que ayudara al Galileo a
llevar su cruz. Primero se rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos
lloraban y gritaban, y algunas mujeres que los conocían los recogieron. Simón
sentía mucho disgusto y repugnancia a causa del triste estado en que se
hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba, y le
miraba con ternura. Entonces, Simón le ayudó a levantarse, y al instante los
alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él
seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga, y se pusieron otra vez en
marcha.
La Verónica
La escolta entró en una calle larga cuando una mujer de elevada estatura y de
aspecto imponente, llevando de la mano a una niña, salió de una hermosa casa
situada a la izquierda, y se puso delante. Era Serafia, mujer de Sirac,
miembro del Consejo del templo, que se llamó Verónica, de Vera Icom
(verdadero retrato), a causa de lo que hizo en ese día.
Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la
piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de agonía. Salió a
la calle, cubierta con su velo, un lienzo sobre sus hombros, y una niña de
nueve años, que había adoptado, quien estaba a su lado y escondió, al
acercarse la escolta, el vaso lleno de vino.
Serafia se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los
alguaciles, y llegó hasta Jesús. Se arrodilló, y le presentó el lienzo
extendido, diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor". Jesús
tomó el paño, lo aplicó sobre su cara ensangrentada, y se lo devolvió, dándole
las gracias.
Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su manto, y se levantó.
La niña alzó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no
permitieron que bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían
excitado un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta cerca de
dos minutos, y Verónica había podido presentar el sudario. Los fariseos y los
alguaciles, irritados de esta parada, y, sobre todo, de este homenaje público
rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras la Verónica
entraba en su casa.
Santa Faz de Manoppello. Supuesto velo de La Verónica (no confirmado como el verdadero). |
Cada vez más cerca del monte Calvario, al acercarse a una puerta junto a una
muralla, los alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal. Simón
Cirineo quiso pasar al lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por cuarta
vez, ahora en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz
inteligible:
"¡Ah Jerusalén, cuánto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la
gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas tan
cruelmente fuera de tus puertas!". Al oír estas palabras, los fariseos le insultaron de nuevo, le pegaron y le
arrastraron para sacarle del lodo. Simón Cirineo se indignó tanto de ver esa
crueldad, que exclamó:
"Si no cesáis en vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis
también".
Pasando la puerta, Jesús se desfalleció, pero no cayó al suelo, porque Simón
dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y le sostuvo. En el ángulo de ese
camino había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y
pobres mujeres de Jerusalén, con sus niños, que habían ido delante; otras
habían venido, para la Pascua, de Belén, de Hebrón y de los lugares
circunvecinos. A vista de su cara tan desfigurada y tan llena de heridas,
comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de los judíos, le presentaron
lienzos para limpiarse el rostro. El Salvador se volvió hacia ellas, y les
dijo:
"Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad sobre vosotras mismas y sobre
vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: ¡felices las
estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado
de mamar! Entonces empezarán a decir a los montes: "¡Caed sobre nosotros!"
y a las alturas: "¡Cubridnos", Pues si así se trata a la madera verde, ¿qué
será con la seca?".
Se pusieron de nuevo en marcha y Jesús, doblado bajo su carga y bajo los
golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que dirigía
al Norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio
en donde el camino tuerce al Mediodía, cayó por sexta vez, y esta caída fue
muy dolorosa. Le empujaron y pegaron más brutalmente que nunca, y llegó a la
roca del Calvario, donde cayó por séptima vez.
Simón Cirineo, maltratado también y cansado, estaba lleno de indignación y
de piedad: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles le
echaron, llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos.
Echaron también toda la gente que había venido sin tener nada que hacer. Los
fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado
occidental del Calvario.
Eran las once cuarenta y cinco cuando el Señor dió la última caída y echaron a
Simón. Los alguaciles tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los pedazos
de la cruz, y los pusieron en el suelo.
Los alguaciles lo tiraron al suelo, insultándolo:
"Rey de los judíos", le decían, "vamos a alzar tu trono". Pero
Él mismo se acostó sobre la cruz, y lo extendieron para tomar medidas de sus
miembros; después lo condujeron a sesenta pasos al Norte, a una especie de
cavidad abierta en la roca, que parecía una cisterna: lo empujaron tan
brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles
no lo hubiesen socorrido. Cerraron la entrada, y dejaron centinelas. Entonces
comenzaron sus preparativos.
En medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del
Calvario: era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía
por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las
tres cruces, y pusieron a derecha y a izquierda las cruces de los dos
ladrones, excepto las piezas trasversales, a las cuales ellos tenían las manos
atadas, y que fueron clavadas después sobre la pieza principal. Pusieron la
cruz en el sitio adonde debían enclavarlo, de modo que pudieran levantarla sin
dificultad y dejarla caer en el hoyo. Clavaron los dos brazos y el pedazo de
madera para sostener los pies; abrieron agujeros para los clavos y para la
inscripción; hicieron muescas para la corona y para los riñones del Señor, a
fin de que todo su cuerpo fuese sostenido y no colgado, y que el peso no
pendiera de las manos, que se hubieran podido arrancar de los clavos.
Clavaron estacas en la tierra, y fijaron en ellas un madero que debía servir
de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz.
Al retomar el conocimiento, María fue a casa de Lázaro, donde había otras
mujeres, y juntas recorrieron el camino que siguió Jesús. Estas llegaron a
casa de Verónica, donde examinaron y admiraron el lienzo con el rostro de
Jesús, tomaron el vaso de vino aromatizado que no habían dejado beber a
Jesús, y se dirigieron todas juntas al monte Calvario.
Crucificción.
Cuatro alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le habían
encerrado. Le dieron golpes y lo llenaron de ultrajes en estos últimos pasos
que le quedaban por andar, y lo arrastraron sobre la tierra. Cuando las
santas mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para obtener de los
alguaciles el permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de
Verónica. Mas los miserables no se lo dieron, y se lo bebieron. Tenían
ellos dos vasos, uno con vinagre y hiel, el otro con una bebida que parecía
vino, mezclado con mirra y con ajenjo; presentaron esta última bebida al
Señor: Jesús, habiendo mojado sus labios, no bebió.
Había diez y ocho alguaciles sobre la altura: los seis que habían azotado a
Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían tenido las cuerdas
atadas a la cruz, y seis que debían crucificarlo. De acuerdo a las visiones,
junto a ellos había figuras horrorosas de demonios que parecían ayudarlos,
así como sapos, serpientes, dragones e insectos venenosos de toda especie
que oscurecían el cielo.
También se presentaron sobre Jesús figuras de ángeles llorando, y ángeles
compasivos y consoladores sobre la Virgen y sobre todos los amigos de
Jesús.
Representación de los demonios de acuerdo a Ana Catalina recreados con IA. |
Representación de los demonios de acuerdo a Ana Catalina recreados con IA. |
Representación de los demonios según la Biblia recreados con IA. |
Representación de los demonios según la Biblia recreados con IA. |
Los alguaciles quitaron a Jesús su capa, el cinturón con el cual le habían
arrastrado, y su propio cinturón. Le quitaron después su vestido exterior de
lana blanca, y como no podían sacarle la túnica inconsútil que su Madre
le había hecho, a causa de la corona de espinas, arrancaron con violencia esta
corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas. No le quedaba más que su
escapulario corto de lana, y un lienzo alrededor de los riñones. El
escapulario se había pegado a sus llagas, y sufrió dolores indecibles cuando
se lo arrancaron del pecho. El Hijo del hombre estaba temblando, cubierto de
llagas, echando sangre, o cerradas. Sus hombros y sus espaldas estaban
despedazados hasta los huesos. Le hicieron sentar sobre una piedra, le
pusieron la corona sobre la cabeza, y le presentaron un vaso con hiel y
vinagre; mas Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
En seguida lo extendieron sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho
sobre el aspa derecha de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la
rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó
sobre la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de hierro.
Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús: su sangre saltó sobre los
brazos de sus verdugos.
Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del diámetro de un duro: tenían
tres esquinas; eran del grueso de un dedo pulgar a la cabeza; la punta salía
detrás de la cruz.
Después de haber clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron
que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto: entonces
ataron una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza,
hasta que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo
atormentó horriblemente: su pecho se levantaba y sus rodillas se separaban.
Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo, y hundieron el
segundo clavo en la mano izquierda: se oían los quejidos del Señor en medio de
los martillazos.
Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús,
a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para que los
huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Habían hecho ya un
agujero para el clavo que debía de clavar los pies, y una excavación para
los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había subido a lo alto de la cruz por
la violenta tensión de los brazos y sus rodillas se habían separado. Los
verdugos las extendieron y las ataron con cuerdas, pero los pies no llegaban
al pedazo de madera puesto para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los
unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, pues era
difícil poner el pedazo de madera más arriba; otros vomitaban imprecaciones
contra Jesús: "No quiere estirarse, decían; pero vamos a ayudarle".
Entonces ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente,
hasta que el pie llegó al pedazo de madera. Fué una dislocación tan horrible,
que se oyó crujir el pecho de Jesús, que exclamó diciendo:
"¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!". Habían atado su pecho y sus brazos para
no arrancar las manos de los clavos. Ataron después el pie izquierdo sobre el
derecho, y lo horadaron primero con una especie de taladro, porque no estaban
bien puestos para poderse clavar juntos. Tomaron un clavo más largo que los de
las manos, y lo clavaron, atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el
árbol de la cruz. Esta operación fué más dolorosa que todo lo demás, a causa
de la dislocación del cuerpo y los treinta martillazos.
Eran las doce y cuarto cuando Jesús fué crucificado, y en el mismo momento en
que elevaban la cruz, el templo resonaba con el ruido de las trompetas que
celebraban la inmolación del cordero pascual.
Los verdugos, habiéndolo crucificado, ataron cuerdas a la parte superior de la
cruz, pasándolas alrededor de un madero transversal fijado del lado
opuesto, y con ellas alzaron la cruz, mientras otros la sostenían y otros
empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y con un
estremecimiento espantoso; Jesús dió un grito doloroso, sus heridas se
abrieron, su sangre corrió abundantemente, y sus huesos dislocados chocaban
unos con otros. Los verdugos, para asegurar la cruz, la alzaron todavía, y
clavaron cinco cuñas alrededor.
Mientras los 2 ladrones, denominados como Gestas y Dimas, eran crucificados de
una manera menos cruel, los ejecutores habían hecho pedazos los vestidos de
Jesús para repartírselos. Partieron en trozos su capa y su vestidura blanca;
lo mismo hicieron con el lienzo que llevaba alrededor del cuello, el cinturón
y el escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría su túnica
inconsútil, y como no podía servir en retazos, trajeron una mesa con números,
sacaron unos dados que tenían la figura de habas, y la sortearon. Pero un
criado de Nicodemo y de José de Arimatea vino a decirles que hallarían
compradores de los vestidos de Jesús; entonces los juntaron todos, y los
vendieron, y así conservaron los cristianos los despojos.
Ya en la cruz, Jesús estuvo como muerto durante 7 minutos. Los verdugos
lanzaron nuevas imprecaciones contra Él, y se retiraron. Los fariseos pasaron
también a caballo delante de Jesús, llenándolo de ultrajes, y se fueron. Los
cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta. Vinieron también
doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, que habían
pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya
rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al
llano a caballo, y echaron a la Virgen, que Juan llevó con las otras mujeres.
Cuando pasaron delante de Jesús, movieron desdeñosamente la cabeza, diciendo:
"¡Y bien, embustero: destruye el templo y levántalo en tres días! ¡Ha
salvado a otros, y no se puede salvar a Sí mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios,
baja de la cruz! Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en
Él".
Los soldados hacían befa también.
Jesús se desmayó y Gestas dijo,
"Su demonio lo ha abandonado". Entonces, un soldado puso en la punta de
un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que
pareció probarlo. El soldado le dijo:
"Si eres el Rey de los judíos, sálvate Tú mismo". Jesús levantó un poco
la cabeza, y dijo:
"¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!". Gestas le
gritó: "Si Tú eres Cristo, sálvate y sálvanos".
Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido de ver que Jesús pedía por sus
enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se
precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no las
rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de
Jesús, una inspiración interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían
curado en su niñez, y dijo en voz distinta y fuerte:
"¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vos otros? Se ha callado: ha
sufrido pacientemente todas vuestras afrentas; es un Profeta; es nuestro
Rey, es el Hijo de Dios".
Al oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se
alzó un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para
tirárselas, mas el centurión Abenadar no lo permitió.
Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la oración de Jesús, y
Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús:
"¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio?
Nosotros lo merecemos justamente; recibimos el castigo de nuestros
crímenes; pero este no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y
conviértete".
Estaba iluminado y tocado en el alma; confesó sus culpas a Jesús,
diciendo:
"Señor, si me condenas, será con justicia; pero ten misericordia de
mí".
Jesús le dijo: "Tú sentirás mi misericordia". Dimas recibió en un
cuarto de hora la gracia de un profundo arrepentimiento.
Entonces, alrededor de las 12:30, hubo un milagroso eclipse de sol y un terror
general se apoderó de los hombres y de los animales: los que injuriaban a
Jesús bajaron la voz. Muchas personas se daban golpes de pecho, diciendo:
"¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!". Muchos, de cerca y de
lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores,
volvió los ojos hacia ellos. Como las tinieblas se aumentaban y la cruz
estaba abandonada de todos, excepto de María y de los más caros amigos del
Salvador, Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con humilde esperanza, le
dijo: "¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino!". Jesús le
respondió:
"En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso".
La Madre de Jesús, Magdalena, María de Cleofás y Juan, estaban cerca de la
cruz del Salvador, mirándolo. María pedía interiormente que Jesús la dejara
morir con Él. Este la miró con ternura inefable, y volviendo los ojos hacia
Juan, dijo a María: "Mujer, éste es tu hijo". Después dijo a Juan:
"Ésta es tu Madre". Juan besó respetuosamente el pie de la Cruz del
Redentor moribundo, y a la Madre de Jesús, que era ya la suya. La Virgen
Santísima se sintió tan acabada de dolor al oír estas últimas disposiciones
de su Hijo, que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres,
que la llevaron a cierta distancia.
La ciudad se encontraba llena de agitación y de inquietud: las calles estaban
oscurecidas por una niebla espesa; los hombres andaban a tientas: muchos
estaban tendidos por el suelo con la cabeza descubierta, dándose golpes de
pecho: otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban. Los
animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo, y se caían.
Pilatos fué a visitar a Herodes: estaban ambos muy agitados, y miraban al
cielo desde la azotea misma donde por la mañana Herodes había visto a Jesús
entregado a los ultrajes del pueblo.
"Esto no es natural, se decían entre sí; seguramente se han excedido contra
Jesús".
Después los vi ir a palacio atravesando la plaza: andaban de prisa, e iban
rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gabbata, donde
había condenado a Jesús. La plaza estaba sola: algunas personas entraban
corriendo en sus casas, otras lo hacían llorando.
Pilatos mandó llamar a los ancianos para preguntarles que significaban
aquellas tinieblas. Estos respondieron que Dios estaba irritado contra ellos,
porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta
y su Rey.
La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo sitio en
que por la mañana habían gritado:
"¡Que muera! ¡Que sea crucificado!", ahora gritaba:
"¡Muera el juez inicuo! ¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!".
Pilatos tuvo que guardarse entre soldados, diciendo: "Que no tenía ninguna
parte en ello; que Jesús era profeta de ellos, y no suyo; que ellos habían
querido su muerte".
Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la
tranquilidad: encendieron todas las lámparas; pero el desorden se aumentaba
cada vez más. Anás, aterrorizado, corría de un rincón a otro para
esconderse.
El Salvador estaba absorto en el sentimiento de su profundo abandono;
volviéndose a su Padre celestial, le pedía con amor por sus enemigos. Rodeado
de ángeles oraba como en toda su Pasión, repitiendo pasajes de los Salmos que
se cumplían en Él.
A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli, Eli, lamma sabacthani!". Lo
que significa: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?". El
centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús para
no irritar al pueblo.
Poco después de las tres, la luz volvió un poco, la luna comenzó a alejarse
del sol. El sol apareció despojado de sus rayos y envuelto en vapores rojizos.
Poco a poco comenzó a brillar y las estrellas desaparecieron: sin embargo, el
cielo estaba oscuro todavía. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia
conforme la luz volvía. Entonces fué cuando dijeron: "¡Llama a Elias!".
Cuando volvió la claridad, el cuerpo de Jesús estaba lívido y más pálido que
antes por la pérdida de la sangre. Dijo también,
"Estoy exprimido como el racimo prensado por primera vez: debo dar toda
mi sangre hasta que el agua venga; pero no se hará más vino de ése en este
sitio".
Jesús estaba desfallecido; la lengua seca, y dijo: "Tengo sed". Y
como sus amigos lo miraban tristemente, agregó:
"¿No podríais darme una gota de agua?", dando a entender que durante
las tinieblas no se lo hubieran impedido. Juan respondió:
"¡Oh, Señor, lo hemos olvidado!". Jesús añadió otras palabras, cuyo
sentido era éste:
"Mis parientes también debían olvidarme, y no darme de beber, a fin de
que lo que está escrito se cumpliese".
Este olvido le había sido muy doloroso. Sus amigos entonces ofrecieron
dinero a los soldados para darle un poco de agua, y no lo hicieron; pero uno
de ellos mojó una esponja en vinagre, y la roció de hiel, la puso en la
punta de su lanza, y la presentó a la boca del Señor. Jesús mencionó,
"Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará".
Entonces algunos gritaron: "Blasfema todavía". Mas Abenadar les
ordenó estarse quietos.
La hora del Señor había llegado: luchó contra la muerte, y un sudor frío
cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz, y limpiaba los pies de
Jesús con su sudario. Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la
cruz. La Virgen Santísima estaba de pie entre Jesús y el buen ladrón,
sostenida por Salomé y María de Cleofás, y veía morir a su Hijo. Entonces
Jesús dijo: "¡Todo está consumado!". Después alzó la cabeza, y gritó en
alta voz: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". En
seguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu.
El centurión Abenadar tenía los ojos fijos sobre la faz ensangrentada de
Jesús, y su emoción era profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, el
peñasco se abrió entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito
de Jesús hizo temblar a todos los que le oyeron, como la tierra que reconoció
su Salvador. Sin embargo, el corazón de los que le amaban fué sólo atravesado
por el dolor como con una espada. Entonces fué cuando la gracia iluminó a
Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como el peñasco del
Calvario; tiró su lanza, se dió golpes de pecho, y gritó con el acento de un
hombre convertido:
"¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abrahán, de Isaac y de
Jacob! ¡Éste era un justo: es verdaderamente el Hijo de Dios!".
Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como
él.
Abenadar dió su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado luego
Longinos, que tomó el mando; después dijo algunas palabras a los soldados, y
bajó del Calvario. Se fué por el valle de Gihon hacia las grutas del valle de
Hinnom, donde estaban escondidos los discípulos. Les anunció la muerte del
Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dió
testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados lo hicieron con él;
cierto número de los que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los que
habían venido últimamente, se convirtieron. Mucha gente se volvía a su casa
dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestidos, y se echaban
tierra en la cabeza. Todo estaba lleno de estupefacción y de espanto. Juan se
levantó; algunas de las santas mujeres, que habían estado retiradas, llevaron
a la Virgen a poca distancia de la cruz.
Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, se sentaban enfrente de ella, y
lloraban. Muchas de las santas mujeres volvieron a la ciudad. Silencio y duelo
reinaban alrededor del cuerpo de Jesús. Se veía a lo lejos, en el valle y
sobre las alturas opuestas, aparecer acá y allá algunos discípulos que
miraban hacia la cruz con una curiosidad inquieta; y desaparecían, si veían
venir a alguno.
Aparición de los muertos.
Cuando murió Jesús, su alma semejante a una forma luminosa entró en la tierra
al pie de la cruz, junto con una multitud brillante de ángeles, entre los
cuales estaba Gabriel. Esos Ángeles echaban de la tierra al abismo una
multitud de malos espíritus. Jesús envió muchas almas del limbo a sus cuerpos
para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de ÉL.
Acompañados por un temblor, había un centenar de muertos de todas las épocas,
que se aparecieron en Jerusalén y en los alrededores. Todos los cadáveres que
se aparecieron cuando se abrieron los sepulcros, no resucitaron, los muertos
cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron,
descubrieron su cara y anduvieron errantes por las calles como si no tocasen
a la tierra. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron testimonio
de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su
muerte.
Representación de la aparición de los muertos según Ana Catalina recreada con IA. |
Anás Caifás, Herodes y Pilatos estaban aterrados por lo que veían. Los muertos
caminaban en las calles, pálidos o amarillos; tenían barba larga; su voz tenía
un sonido extraño e inaudito. Estaban amortajados según el uso del tiempo en
que vivían. En los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fué
proclamada antes de ponerse en marcha para el Calvario, se pararon un momento
y gritaron: "¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!". Todo el
mundo temblaba y huía: el terror era grande en toda la ciudad, y cada uno se
escondía en lo último de su casa. Los muertos entraron en sus sepulcros a las
cuatro. El sacrificio fué interrumpido, la confusión reinaba por todas partes,
y pocas personas comieron por la noche el cordero pascual.
Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, cuando el gran
Consejo de los judíos envió a pedir a Pilatos que mandara romper las piernas a
los crucificados para que no estuvieran en cruz el sábado. Pilatos dió las
órdenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verlo. Había sabido la
muerte de Jesús, y formó con Nicodemo el proyecto de enterrarlo en una
sepultura nueva, que había mandado construir a poca distancia del Calvario.
Halló a Pilatos inquieto y agitado; le pidió que le diese el cuerpo de Jesús,
el Rey de los judíos, para enterrarlo. Pilatos envió un agente al Calvario
para ejecutar sus órdenes. Creo que fué Abenadar, pues lo vi asistir al
descendimiento de la cruz.
El pueblo, atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María,
hija de Cleofás, y Salomé, estaban frente a la cruz, la cabeza cubierta, y
llorando. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y
barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se
acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Virgen
Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo. Aplicaron sus escalas
a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el
cuerpo estaba frío y rígido, lo dejaron, y subieron a las cruces de los
ladrones. Dos alguaciles les rompieron los brazos por encima y por debajo de
los codos con sus martillos, y otro les rompió las piernas y los muslos.
Gestas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para
acabarlo de matar. Dimas dió un gemido, y murió: Fué el primero de los
mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas, dejaron caer
los cuerpos al suelo, los arrastraron hacia el bajo que había entre el
Calvario y las murallas de la ciudad, y allí los enterraron.
Aun con dudas de la muerte de Jesús, Casio se paró entre la cruz del buen
ladrón y la de Jesús, y tomando su lanza con ambas manos, la clavó con tanta
fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un
poco más abajo del pulmón izquierdo. Al retirarla, salió de la herida una
cantidad de sangre y agua que llenó su cara como un baño de salvación y de
gracia. Se apeó, se arrodilló, se dió golpes de pecho, y confesó a Jesús en
alta voz.
Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado en él, se hincaron
de rodillas, se dieron unos cuantos golpes de pecho, y confesaron a Jesús.
Bajada de la cruz.
Con ayuda de 2 hombres, José y Nicodermo, así como Abenadar y Casio, Jesús fue
bajado de la cruz con ayuda de una sábana con el mismo cuidado y las mismas
precauciones que si hubiesen temido causar algún daño a Jesús. Maria,
tomándolo entre sus brazos, no paraba de llenarlo de besos mientras lo
limpiaba. María lavó todas las llagas, y Magdalena, de rodillas, la
ayudaba de cuando en cuando, sin dejar los pies de Jesús, que regaba con
lágrimas abundantes y que limpiaba con sus cabellos. Cuando la Virgen
untó todas las heridas con ungüento, envolvió la cabeza en paños, mas no
cubrió todavía la cara. Cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y posó la mano
sobre ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de
su Hijo, y dejó caer su rostro sobre el de Jesús.
Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban
dislocados, y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz tenía
una herida enorme; toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de
heridas y rasgada con los azotes. Cerca del pecho izquierdo había una pequeña
abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado
derecho estaba la abertura ancha por donde entró la lanza que había atravesado
el corazón.
Juan se acercó a la Virgen y le pidió que se separase de su Hijo para que
pudieran acabar de embalsamarlo, porque se acercaba el Sábado. María abrazó
otra vez el cuerpo de su Hijo, y se despidió de tl en los términos más
tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su Madre en la
sábana donde estaba puesto, y lo llevaron a cierta distancia. María,
sumergida en su dolor, que sus tiernos cuidados habían distraído un
instante, cayó, la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres.
Magdalena, como si hubieran querido arrancarle a su Amado, se precipitó
algunos pasos hacia adelante con los brazos abiertos, y se volvió con la
Virgen.
Primer posible lugar de crucifixión de Jesús (no confirmado). |
Basílica del Santo Sepulcro. Segundo posible lugar de crucifixión de Jesús (no confirmado). La Basílica se construiría sobre el monte Calvario. |
El sepulcro.
Llevaron el cuerpo a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, sobre una
roca, que presentaba un sitio cómodo para embalsamar el cuerpo. Los
hombres envolvieron el resto del cuerpo en aromas, cruzaron los brazos sobre
su pecho, y apretaron la gran sábana blanca alrededor de su cuerpo hasta el
pecho, como se envuelve a un niño, y ataron una venda alrededor de la cabeza
y de todo el cuerpo.
Cuando todos rodeaban el cuerpo del Señor y se arrodillaban para despedirse de
Él, un milagro se operó a sus ojos; el sagrado cuerpo de Jesús, con sus
heridas, apareció representado sobre la sábana que lo cubría, como si hubiese
querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los
velos que lo cubría. Abrazaron el cuerpo llorando, y besaron con respeto
su milagrosa efigie. Su asombro se aumentó cuando, alzando la sábana, vieron
que todas las vendas que ataban el cuerpo estaban blancas como antes, y que la
sábana superior había recibido sola la milagrosa efigie. No era la marca de
heridas echando sangre, pues todo el cuerpo estaba envuelto y cubierto de
aromas; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora
que residía siempre en el cuerpo de Jesús.
Nicodemo, José, Abenadar y Juan introdujeron el cuerpo de Jesús al sepulcro en
presencia de los amigos de Jesús. La gruesa piedra destinada a cerrar el
sepulcro, que estaba aún a la puerta de la gruta, tenía la forma de un cofre o
de una piedra tumular; era bastante grande para que un hombre pudiera
extenderse a lo largo, muy pesada, y sólo con palancas pudieron los hombres
empujarla delante de la puerta del sepulcro.
El Salvador había cumplido su misión.
Sepulcro de Jesús en el interior de la Basilica del Santo Sepulcro (no confirmado al 100% como el lugar de entierro real). |
Sábana de Turin o Sábana Santa. Supuesta sábana con que Jesús fue sepultado (no confirmada como real). |
Realidad.
Al día de hoy, las visiones y estigmas sufridas por Ana Catalina Emmerick son
consideradas auténticas por la Iglesia. Sin embargo, también hay quienes ven
estas experiencias desde una perspectiva más escéptica o simbólica.
A pesar de que en la actualidad existen numerosas evidencias detrás de la
existencia y muerte de Jesús de Nazareth, el paso del tiempo nos ha demostrado
que muchas veces las historias terminan modificándose, recortándose o
exagerándose con el paso de los años y a través de las generaciones.
Aspecto popularizado de Jesús. |